Renegando en las tinieblas del sinvivir. Intentando volver a ser lo que fuimos. Hoy, sin saber por qué, pude detener el tiempo apenas unos instantes. Me acordé de cuando mi mundo era mi habitación. Mi casa eran mis reglas y la calle, la selva. Y fueron los tiempos más felices. Aquellos en los que en una habitación, podía dormir, jugar, estudiar, merendar o escuchar música. Pensar, imaginar, inventar. El lugar donde tenía todos los sueños entre las camisas de mi armario, sueños guardados en los cajones, fusionados con las camisetas grises y blancas. Antes de eso, mi habitación seguramente sirviera para dormir. Y nada más. Después, sirvió para compartirla. Benditos hermanos. Mucho antes, ni tendría habitación. Quizá una simple cuna. Y con el tiempo, pasamos a compartir piso con estudiantes o compañeros de trabajo, a tener una habitación donde hacer cada tarea específica, pisos compartidos, habitaciones extensibles a cocinas y baños, y siguiendo con la evolución, una casa o un piso, por fin en propiedad. Nadie nos pregunta si es la evolución que queremos. Simplemente, es la que existe, y si decides cambiarla, tendrás que ser un bicho raro toda la vida. Mi habitación tenía un agujero en la pared, por donde escapaban mis sueños, buscaba mis amores y encontraba una salida al bullicio de la realidad. Y ahora me siento como si mi casa tuviera miles de estos agujeros, cada cual con un cometido y que, por mucho que intentemos tapar, seguirán existiendo mientras tengamos sueños que cumplir, mujer a la que amar, sensaciones por descubrir y vidas por recordar. ¿Para qué sirven los agujeros en las paredes? No lo sé, pero existen... Y yo no me fío de ellos, aunque no dejo de mirarlos. Quien sabe si por fin puedo atrapar algún deseo...
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