Como cualquier historia contada con lápiz y papel, como cualquier viaje iniciado en cualquier estación de autobús o de tren. Con algo para leer, una película para ver y un bocadillo para comer. Un paisaje estático, nocturno, siempre fijo, con las mismas luces en los mismos lugares. Un amplio espacio en el cual pasear, una luz para encender o apagar y un incómodo sillón donde pasar las horas. Compañía para cuidar, hablar, escuchar, descansar. Una historia que contar, unas palabras que decir, las mismas palabras por escuchar. Sacrificio sin sacrificar, horas para estudiar y dormitar, favores por devolver, penas por compartir, y cuestiones por entender. Visitas para olvidar, recuerdos para recordar, dolores que soportar, cuidar por cuidar, a quien siempre cuida a los demás. Compañía por ofrecer. Y una ternura fraternal, imposible de mostrar de una forma tan natural. Silencio, sueño, oscuridad. El deseo de complacer, de valorar, de estar. El deseo de desear. De mejorar. Ganas de llorar. De estar. De sentir una lágrima por mi mejilla deslizar. Y llegar al final del viaje. Un bonito viaje en el cual no importa nada, ni el lugar, ni las horas, ni la oscuridad, ni el paisaje. Solo importaba estar. Y estar, estuvimos. Cada uno a su manera, pero estuvimos donde teníamos que estar.
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