Y en aquella noche oscura de mi infancia, las luces se apagaban al paso de la procesión. Sombras paralelas y rectilíneas, cada vez más cercanas, me indicaban, a lo lejos, que la hilera de penitentes avanzaba hacia mí. Mis zapatos nuevos rechinaban por la cera caída de las velas de otras hermandades en el suelo embaldosado de aquella calle. Y el brillo de la Cruz de Guía me indicaba la distancia exacta de la procesión mientras yo lo único que hacía era contemplar la belleza del ambiente. Y esperar. Esperar a que el paso lento de los penitentes avanzara hacia mí. Mi padre se encendía un cigarro y mi madre sostenía en brazos a mi hermano pequeño. Y ahí estaba yo. Un niño de tan sólo 6 o 7 años que veía cómo avanzaban hacia él más de 400 años de historia. La gente enmudecía al paso de los penitentes y conforme se acercaba el Cristo Yacente, más y más silencio se escuchaba. El murmuro se convertía en escándalo aquella mágica noche de mi infancia.
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