El día en que un amigo lanzó un caramelazo y acertó de pleno en todo el ojo derecho del Rey Gaspar, dejé de creer en la magia. Lo podría haber esquivado, el muy tonto. A pesar del incidente, el Rey no dejó de sonreír, aunque abandonó momentáneamente su solidaria tarea de lanzar caramelos y juguetes. Hace ya algunos años que se perdió la magia en mi. Uno termina, desgraciadamente, por no creer ni lo que ve. Y es más difícil ver lo que se siente que sentir lo que se ve. Espero no tener regalos de Reyes que sé que no merezco; espero no causar hastío disfrazado de mueca mal disimulada. La gente dice que hay que aparentar y esto puede que sea la peor de las mentiras. Incluso peor que ocultar la propia mentira de recibir algo simplemente por ser una fecha determinada. Otro invento de la religión. El problema es que hace mucho tiempo que perdí la ilusión de la infancia y, aunque no parezca verdad, hace mucho más tiempo que dejé de ser niño. Odio la expectación creada por la debilidad de las mentes incultas. Por eso me gusta la ilusión de los niños, que contrasta con el poco sentido del ridículo de los mayores. Sólo pido a los Reyes Magos no ser el centro de atención. A ver si, de una maldita vez, puedo creer en las personas... aunque sé que no me van a hacer caso. Probablemente.
Si es que no nos dejan creer en nada...
Yo no soy una niña ya, pero la magia de estas fechas me sigue llenando, no porque compre nada, si no porque a veces, cuando doy un regalo es creado por mí, por lo que me inspira la otra persona, y ojala, todos mis regalos fueran así. Por lo tanto, no todos los regalos serán por creerte un niño, ni todos los regalos deben ser los que tu creas que merezcas, a veces damos sin darnos cuenta. Un besazo.
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