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viernes, 9 de julio de 2010

EL EXAMEN DE LATÍN

Me hubiera gustado ser arquitecto. De hecho, cuando en segundo de BUP tuve que escoger mi asignatura optativa (si no recuerdo mal, se podía elegir entre dibujo técnico, dibujo artístico, fotografía y dos más...), elegí que ésta fuera la de dibujo técnico. Y con sólo dos horas a la semana, aquella joven y novata profesora, que sin ser especialmente sexy o tía buena (hablando en términos machistas) llegó a gustarme bastante físicamente, me tocó como tutora. Aquel año tenía como novedad el latín. El profesor era pésimo (Don Montoro) y la asignatura un aburrimiento. No sé cómo aprobé el primer trimestre, porque el segundo, irremediablemente, lo suspendí. Llegó un momento en que tomaba apuntes por tomar, sin tener ni idea de lo que estaba anotando en mis folios. El latín se había convertido en un tormento para el noventa por cien de la clase. Afortunadamente, era evaluación contínua y sabíamos que nos la jugábamos en el examen de final de curso.

Un compañero se las ingenió para conseguir las preguntas del examen y la tarde previa al mismo, algunos, los más empollones, quedaron en la biblioteca de la ciudad y lo resolvieron. Había varios distintos para que no copiáramos, pero teníamos la solución de todos. El día del examen se cumplió lo previsto y dimos el cambiazo. El problema es que aprobó toda la clase con la misma nota, ya que fallamos todos en las mismas preguntas. No fuimos lo suficientemente inteligentes. Y el profesor lo demostró en todos los exámenes conforme nos los iba entregando uno a uno. Pero en mi examen advertí algo distinto al de los demás, y es que tuve la suerte de que a pesar de haber copiado (como todos), Don Montoro se equivocó con su rotulador rojo de corregir exámenes en el lugar donde tenía que indicar mis fallos, supuestamente iguales al del resto de los exámenes. Al darme cuenta, le protesté, pero su enfado era tal que no escuchó a nadie y nos hizo repetir el examen de latín. Entonces, antes de que esto ocurriera, decidí jugármela. Le conté el caso a mi madre, mintiendo cual bellaco defiendiendo el hecho de que yo no había copiado, pero haciéndolo creíble por el error del señor Montoro, y mi madre me defendió ante mi tutora, aquella tímida profesora de dibujo, consiguiendo que entre las dos Don Montoro reconociera que se había equivocado en mi examen y que era una copia como el resto de exámenes de la clase. Me aprobó latín, y quizá me gané el odio de mis compañeros, pero también la envidia de haber tenido la suerte extraña del muchacho tímido que nunca copia y que por una vez que lo hace, hasta los dioses se ponen de su parte para que no lo pareciera. Así que aprobé el latín gracias al buen hacer de mi madre, que estuvo colosal, y a la cual también engañé, como al profesor de latín y a mi tutora. Eso sí, lo pasé un rato mal hasta que el engaño consiguió su objetivo... Y es que con el señor Montoro, mi excéntrico y loco profesor de latín, los que no conjugábamos correctamente las frases de dicha lengua, estábamos "metiendo los pies dentro del tiesto"...

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