La edad de un niño no importa mientras se sigue siendo un niño. Sinceramente, no me acuerdo. Sí me acuerdo del lugar: la casa de mi Tita Cati. Aquella fantástica casa hecha para jugar y soñar con una gran terraza. Comíamos allí toda la familia. Tampoco importa el qué celebrar si estamos todos los que tienen que estar. Una mesa para los niños, enfrente de la puerta principal de la casa, en la salita. Otra para los adultos, situada cerca de la cocina. En un momento dado, apareció mi abuela, madre de mi padre, para comentarle algo que desconozco. Dio la casualidad de que me levanté y alguien movió su silla con la mala fortuna de que desequilibré a mi abuela. Un bofetón de mi padre me cruzó la cara. Aún siendo niño, sin importar la edad, ya empezaba a comprender ciertas cosas. Lo que no entendía era aquella forma de actuar sin preguntar, primero actuar (a veces sin sentido) y luego preguntar. En aquel momento llegué a odiarlo con todo mi corazón. Humillado sin motivo delante de mis primos y hermanos. Después, recuerdo que fui consolado. Con el tiempo, uno se da cuenta de que todas estas cosas no tienen importancia. Porque seguramente he heredado la nobleza y el corazón puro de mi padre y el entendimiento, razón y sentimiento de mi madre. Veinte o veinticinco años después de aquello, lo recuerdo como si fuera ayer. Seguramente es una de esas heridas que no se cierra fácilmente, que duelen más de lo esperado, y seguramente el dolor sea mutuo, porque entiendo que fuera una reacción natural. Y yo me pregunto hoy día qué es lo que podría heredar un hijo de mi... si tiene los genes de los abuelos, me puedo sentir muy orgulloso.
Cuando tengas un hijo, ten por seguro, que si se parece un poco a ti, sera estupendo.
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