Hoy es uno de esos días en que me vienen recuerdos de la infancia. Historias que, de pronto, aparecen y entonces piensas que tiempos pasado siempre fueron mejores. Pienso y guardo en mi recámara memorística futuras historias de sucesos pasados. Algún día hablaré de panaderías y bofetones, de ferias, de días felices y anécdotas, de paseos y excursiones. Hoy hablaré del campo. Porque si hay algo que nos gustaba de pequeños a mis hermanos y a mi era cuando nos íbamos a pasar un día al campo. El problema es que mi padre no tenía coche y entonces dependíamos de mis tíos. La noche de antes, pendiente del televisor por si la predicción meteorológica se atrevía a anunciar lluvia. Pero eso era difícil. Por la mañana temprano, todos en pie y a los coches para irnos a 15 o 20 kilómetros de la ruidosa ciudad, a comer, beber y jugar con mis primos. En fin, un recuerdo, quizá sin importancia, pero recuerdo al fin y al cabo que, tras terminar esta estresante semana, me ha venido a la cabeza sin saber muy bien por qué. Nos hacemos mayores y las cosas cambian, pero mientras tengamos recuerdos, tendremos infancia. Y espero que a mi me dure toda la vida.
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