Es ella. No hay duda. Mirando al frente, pensando en historias compartidas. Frágil. Indefensa. Recién llegada. Inconfundible. Aquella tarde de Viernes Santo, disfruté de mis fotografías. De mi hermandad. De la Semana Santa. Y fue de lo único que disfruté. Porque llegó y me dejó. Me sentí libre, y preso a la vez. Preso de su inocencia. Y la amargura, a pesar de mi libertad, se apoderó de mi durante toda la tarde. La vi sufrir, caminar, abriéndose paso a cada zancada. Con la figura curvada y mi peso en su cabeza, cada metro que avanzaba era una tortura para mi. Y cada pausa, una eternidad. Seguramente, ella era feliz en ese instante, por momentos, pero triste y reflexiva todo el tiempo. Sinceramente, no sé muy bien cómo expresar aquellos instantes, aquellos sentimientos frustrantes y contradictorios. Y es que, cada vez más, me cuesta negar lo evidente. Sobre todo cuando tiene un espejo al cual mirarse y, por mucho que me esfuerce, el parecido es cada vez mayor. Es ella. La que escogió el mismo día que yo para llevar el mismo anillo en el dedo que yo. La que no quiere admitir, la que se niega a reconocer, la que no quiere ver lo que, quizá, algunos ya estemos intuyendo. Afortunadamente, no hablo de vanidad. Hablo de Esperanza. Aquello que siempre tendrá. Siempre tendré. Siempre tendremos. Para bien o para mal. Y cuando nuestras manos se entrecruzan, nuestros anillos se besan rozándose el alma. Quizá alma de ciega... quizá alma de luchador. Seguramente, almas compartidas.
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