Recuerdo, en mi infancia, la figura de esta bolsa que, cuando hacía más frío del habitual, mis padres me metían dentro de la cama. Previamente, habían puesto un cazo de agua a hervir e introducido en la bolsa dicha agua caliente. He estado mucho tiempo sin saber lo que es una bolsa de agua caliente, hasta que aparece de nuevo en mi vida. Su misión: calentar los pies, pero no los míos... sin pies caliente no se puede dormir, y si no existiera la bolsa, serían mis pies los que harían dicha función. Mis pies a veces funcionan, y otras no. Personalmente no me influye si tengo los pies calientes o no. Simplemente me tapo y me voy calentando a la vez que, si tengo sueño, me duermo rápido y si no lo tengo, tardo un poco más. Digamos que la bolsa me da la felicidad, pues muchas veces, en lugar de terminar sus pies calientes, lo que ha sucedido es que he terminado yo congelado.
El problema viene cuando el agua de la bolsa es vertida de la bolsa al cazo y del cazo a la bolsa de manera repetitiva. Hay que ahorrar agua... pero cuando el agua empieza a estar de un color amarillento, que cuando hierve desprende un asquerosillo aroma y que luego piensas que en ese mismo cazo puedes poner a hervir arroz o macarrones... a mi me da un poco de asco, la verdad. Cuando ha pasado ya una semana desde que el agua pura entró en la bolsa, dicha agua seguramente ya tenga hasta vida en su interior. Afortunadamente, los peces no son como las arañas o las cucarachas, que aparecen de la nada. Esta sí que es un agüita amarilla, y no la de la canción.
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