No sabemos cuándo va a ser la última vez de algo. La última vez que
di un paseo, la última vez que bajé a la playa, o la última vez que
compartí mi esencia sin saber si quería o no. No sabemos cuándo va a ser
la última vez que hagamos un viaje, que vayamos a comprar, o la última
vez que riámos, lloremos, compartamos tristezas o recordemos nostalgias.
La última vez. Juntos.
O separados.
Porque el tiempo demuestra que ambas cosas a la vez es demasiado
complicado. La última vez. Quizá sea la última vez que escriba, que
sienta, o la última vez que recuerde.
O la última vez que
intentaran reírse de mi. Y la última vez que muestro mi ingenuidad. O
puede que no, pero no será la última vez que, al menos, lo intente.
Lo cierto es que el tiempo, para bien o para mal, para todo tipo de
aniversario, sea blanco o gris, memorable o deplorable, triste o
disfrazado de tristeza, termina pasando. Y pasa, y sigue pasando, no sin
cierto escozor ni mal llamado remordimiento. Comenzaba a brotar la
semilla que, nos guste o no, termina germinando cuando sabemos que la
estamos plantando.
O quizá no lo sabíamos. O no lo sabían.
El caso es que ha pasado casi un año, y los motivos, míos son, y no de
los demás. Aunque me debato en la moralidad de compartirlos o guardarlos
un rato más, un rato de mil años, o apenas mil instantes. Aunque sea
compartirlos a ciegas. Todo es posible, y todo depende de cómo vea el
efecto de la aceleración de la cura de las heridas causadas.
Porque la injusticia sigue existiendo. Y no seré yo quien sea más justo que nadie, pero al menos escucho mi verdad.
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