Hubo una época en la cual caminaba por los pasillos de mi juventud con el labio partido. No. No es que me metiera en peleas, que nunca me han venido, ni me irán. Es fácil ignorar lo que uno no pretende. No, no fue por eso, sino por la inmensa facilidad de coger infecciones que quedaban plasmadas de una forma perfecta en alguno de mis labios. Vamos, lo que es una pupa en el labio de toda la vida. Yo las odio, pero ellas me quieren con locura… Hoy en día, con la medicina moderna, duran menos de una semana si la pomada es buena. Antes, dos semanas no había quien te las quitara.
En una de mis épocas rebeldes, en aquel año de BUP que no usé la marcha que debía haber metido y quedé mal parado aún sin entenderlo, me rendí demasiado pronto en todos los aspectos de mi vida. No quiero evadir mi responsabilidad, pero recuerdo aquél profesor de manos castigadas por la tiza que me explicaba las integrales (o lo intentaba...), o aquél otro de bigote serio y mirada serena que explicaba filosofía como quien te habla de algo que no te interesa en absoluto... ni a él tampoco. Y de aquél llamado Isidoro, que hacía tan obvia la biología que te restaba puntos en aquellas preguntas que estaban mal en los exámenes. O aquella loca de pelo blanco a juego con su bata que fue a parar a mi instituto únicamente ese año y que resolvía sus propios ejercicios de física y química con sus propios errores y que hacía que yo no tuviera que hacerlos en casa.
Entonces, tras aquella Navidad, una pupa se instaló en mi labio inferior, ligeramente ladeada a la derecha del mismo, y decidí plantarle batalla, hasta tal punto que no dejé que desapareciera en tres meses. Y llegó a ser tan profunda que me dejó el labio partido y la desidia instalada en aquél pupitre del final de la clase junto a la puerta de salida del aula. De hecho, aún se puede apreciar en mi labio el lugar exacto de esa cicatriz que me dejó aquél curso de 3º de BUP que hizo que perdiera, en cierto modo, un año de mi vida, por culpa de aquellos cuatro profesores y sus asignaturas que fui incapaz de aprobar ni siquiera en septiembre. Jamás nadie me enseñó la lección o la forma en la cual corregir mis errores durante el curso, y en septiembre pasó lo que no esperaba, pero tampoco deseaba. El curso siguiente fue el que debía ser, con profesores mucho más severos en todos los sentidos, pero sin punto de comparación alguno con su forma de enseñar. Ahí me di cuenta de que lo puedo aprender todo, pero necesito que se me explique bien. Fui repetidor solamente en esencia, porque en presencia fui uno más, casi el más pequeño en forma de pensar, en la ingenuidad de lo que poco a poco se fue forjando como mi extraña personalidad. Envidio a los jóvenes de hoy en día; no por el hecho de tener la misma oportunidad que tuve yo, sino porque yo ya no podré tener dicha oportunidad y ellos aún están a tiempo. Aunque a muchos les pasará como a mi, que aún no ven que tienen el poder y la sabiduría en sus manos, y entonces puede que prefieran ir... con el labio partido.